Un 28 de mayo de 1963 dio su último salto, su último ladrido, pero la ciudad de Resistencia donde vivió aún lo recuerda y lo nombra, al punto de conmemorar el aniversario de su desaparición. Aunque él era casi un humano. Fernando era un perrito callejero de tamaño mediano y de color blanco que desde los años 50 caminó las calles de Resistencia, protegido y querido por sus habitantes.
Fue enorme su popularidad entre los vecinos. Tenía por costumbre cumplir meticulosos recorridos: no faltaba a la plaza 25 de Mayo, donde practicaba una de sus grandes pasiones: perseguir gatos; y cada día llegaba a las seis de la mañana al Banco Nación para ingresar junto con los empleados y ¡desayunar con el gerente!.
Quienes lo conocieron cuentan hasta hoy sus andanzas y anécdotas perrunas: que fue solito a vacunarse contra la rabia; que cuando estaba enfermo iba a la casa de su amigo el doctor Reggiardo, para que lo curase; que le servían café con leche en los bares del centro; que tenía oído musical y asistía a los conciertos, pero se quedaba hasta el final ¡sólo si los músicos eran buenos!! Y, como ilustran las imágenes del archivo fotográfico del Museo Ichoalay, Fernando participaba en casi todos los festejos sociales, en los que era atendido como un invitado más… Fernando había conquistado a toda una ciudad que, por eso, lo adoptó como símbolo e instituyó en su memoria el “Premio a la Amistad”, materializado en una réplica pequeña de la escultura de Víctor Marchese, como la que se expone en el Museo Ichoalay. Porque Fernando es además el único perro que tiene dos estatuas en la Ciudad de las esculturas; una está ubicada en la entrada al Fogón de los Arrieros junto a su tumba (Brown al 300), otra frente a la Casa de Gobierno. Hasta no hace muchos años, y siempre a fines de mayo, allí solían aparecer anónimas ofrendas florales que testimonian el cariño del pueblo resistenciano.
Fernando solía compartir sus andanzas con un amigo fiel: el Perro López, un animal que por la incapacidad de ciertos humanos para interpretar y entender la sabia filosofía de vida de los canes resultó agredido por un hombre que, con un carbón encendido, le produjo la pérdida de un ojo.
“Junto al perro López, Fernando hacía sus diarias recorridas. Un día se enamoró de una perrita en el Bar Japonés. Los dueños no parecían estar muy de acuerdo con esa relación y un día terminaron por arrojarle a Fernando agua hirviendo sobre el lomo y un cuchillazo que le provocó una herida profunda. Cuando lo encontraron, fue llevado enseguida al Club Social, y allí el doctor Pipo Reggiardo lo atendió y lo operó.”
“La mañana del 28 de mayo de 1963, unos policías encontraron a Fernando medio moribundo en la esquina del Banco Español (Hoy Banco Rio). Pese a los cuidados que se le brindaron, murió pocas horas después. Tal vez por su edad, tal vez porque nunca lo cuidamos con su alimentación y comía demasiadas cosas dulces y picantes. Ese día, toda Resistencia estuvo de duelo. La Banda Municipal interpretó marchas fúnebres y los comercios cerraron sus puertas en señal de duelo. Desde entonces, su cuerpo descansa en el Fogón de los Arrieros, el lugar que él seguramente hubiera elegido para descansar”.
Recuerdo que nos convocaron a todos los chicos del barrio para su último adiós en el Fogón, fue un día muy triste para nosotros, tan niños. Otros perros callejeros que recuerdo en el tiempo fueron el Hippie y Jakaroe y Perro Verde, en los años 70 y 80. Y hoy unos petizos que circulan por la Biela y No me Olvides, como: Badweiser, Ladrador y Ruben.
¿Quién mejor que su protector Fernando Ortiz para contar su historia?
¿Fue el dueño o el creador del mito? Es inevitable: el hombre habla como si su mascota estuviera allí, acariciándole las piernas y enredándole sus recuerdos.
“Fernando fue algo así como un regalo de Navidad. El 24 de diciembre de 1951 me encontraba en el bar Los Bancos. Había llegado a
Resistencia desde Paraguay y debía seguir rumbo a Buenos Aires, ya que el 2 de enero debutaría en Radio El Mundo. Pero nunca más me fui. El encuentro con ese perro blanco, pequeño, fue casual. Cuando lo vi, tan chico, lo comparé con un capullo de algodón. Nadie lo llamó, pero él vino directamente a echarse a mis pies. Por ese entonces, teníamos una orquesta que se llamaba Rey Ortiz y cuando actuábamos, el perro solía acomodarse detrás del piano”, recordaba el viejo letrista.
A escasos metros de la plaza principal de la capital del Chaco se encuentra el Hotel Colón, lugar de residencia de Luis Fernando Ortega — éste es su verdadero nombre— a poco de su llegada del Paraguay. “Allí me alojaba en la habitación 41, y Fernando me acompañaba. Al principio trataba de disimular su presencia, hasta que “Coco” Lucas, el dueño del hotel, lo descubrió. Sin embargo, yo creo que él comprendió que Fernando no era un perro más y por eso decidió colocarle una cucha para que pudiera descansar. Los muchachos que se reunían en el Viejo Rincón lo bautizaron con mi nombre.
Autor: Roli Perez Beveraggi